Primum non nocere
—Comencemos —dijo el más anciano del grupo, golpeando la mesa con sus nudillos deformados por la artritis. La charla, que hasta ese momento había sido animada, cedió. El ruido de las sillas arrastrándose sobre el piso de madera terminó pronto, lo mismo que el sonido metálico de cucharillas removiendo café en tazas de porcelana fina. Alrededor de una gran mesa de nogal, sólida y oscura, ocho de los médicos más reconocidos de la ciudad se sentaron en su lugar de siempre, con el rostro apenas iluminado y las batas blancas recién planchadas. Desde tiempos inmemoriales, siempre habían sido ocho. Ni uno más, ni uno menos. Eran los guardianes del saber antiguo, los arquitectos del silencio, los protectores de las artes herméticas. ...