– ¡Está todo cortado! La bruja de abajo cortó el árbol de aguacates. ¡Mi árbol!

La voz del otro lado de la línea lo sorprendió estacionando el auto. Durante casi una hora había sufrido el tránsito pesado de la mañana en la ciudad, pensando qué hacer con las cuentas que se acumulaban, cuando el timbre del aparato interrumpió sus pensamientos. Tardó algunos segundos en comprender lo que sucedía, mientras la voz en el teléfono seguía, ahora entre lágrimas de enojo. “Ese árbol fue la razón por la que quise que nos mudáramos aquí”, escuchó. “Lo amaba y ya no está. La bruja del piso de abajo lo cortó por la mitad, porque le tapaba la luz o tenía que hacer reparaciones o alguna otra cosa igual. Lo peor es que ahora no podré ni quejarme. Dice que ya te había avisado”.

De pronto las palabras comenzaron a cobrar sentido en su cabeza. Sí, hace unos días la vecina lo había detenido en el pasillo para decirle que el jardinero le avisaría cuando tuviera que mover su auto, pues podarían el árbol y temía que lo golpeara con alguna rama. Él no pensó mucho sobre la poda pero comprendió que en algún momento de los próximos días tendría que mover el auto a otro lugar temporalmente mientras se hacía el mantenimiento rutinario de las ramas.

Lo iba recordando conforme subía por las escaleras y cuando finalmente llegó a su departamento en el tercer piso, los gritos y las lágrimas continuaron, ahora en persona. Para entonces ya no había nada qué hacer. El gran árbol que subía los tres pisos desde la planta baja y daba sombra al edificio estaba podado aún antes de mover el auto. No habría más ardillas ni pájaros en el balcón o, más precisamente, en la sala y el comedor de su departamento. Era un hecho consumado, pero las vecinas estaban ya enteradas y habría consecuencias, por supuesto que sí. La cosa había ido subiendo de tono.

Una de las vecinas, la del 204, incluso se sintió con la obligación de amenazar a la bruja.

Los vecinos de arriba la demandarían, dijo con seguridad, como ella había hecho antes con otros tres por podar árboles.

También la junta de administración opinaba: que debió discutirse, pedirse permiso. No había pretexto, la reunión de condóminos había sido apenas una semana antes. ¿Por qué no se dijo entonces lo del árbol? La casera, que andaba de vacaciones en París, mandaba mensajes urgentes desde el otro lado del mar para saber lo que pasaba. Ella había recibido los mensajes de la bruja y él los recibía después por intermediación de su esposa para que se encargara de contestarlos.

Conforme las noticias se acumulaban, él sintió un leve mareo y decidió bajar un momento. Se sentó en la jardinera de la entrada y estaba a punto de encender un cigarrillo cuando vio venir a la bruja con su perro. Era un animal hermoso, todo blanco. A él le gustaba. Siempre había querido un perro y este transmitía una energía especial, alegre y juvenil, a diferencia de su dueña, que ahora estaba frente a él y comenzaba a decirle: “vecino, déjeme explicarle…”. En mal momento. Ahí bajaban sus hijas y su esposa. Temprano por la mañana les había prometido salir a pasear un rato, pero con todo esto pensó que era cosa olvidada. Al parecer no era así. Ya venían. El encuentro fue inevitable. “¡Mi árbol!”, “Mira, nena, déjame explicarte”. “No, no quiero saber nada, ya acabaste con él”.

El calor del mediodía pesaba sobre él, pero sentía un leve escalofrío subiéndole por la espalda, como si algo estuviera fuera de lugar. El sonido de las voces –su esposa y la vecina– se le hacía cada vez más lejano, como si estuvieran hablando desde el otro lado de un vidrio grueso. Miró a Carlo, el perro de la vecina, que lo observaba con la cabeza ladeada y una expresión que casi parecía humana. ‘¿Por qué me ve a mí?’, pensó, y sacudió la cabeza. El mareo volvió por un instante. No estaba seguro de si debía levantarse e intervenir o quedarse sentado. Todo le parecía tan ajeno.

Mientras tanto, Ana, su hija, se sentó junto a él e intentó cambiar el tema. Desde muy pequeña, detestaba ver a la gente pelear.

Las mujeres se alejaron discutiendo. Le pareció extraño ver que mientras más lejos estaban, más aumentaba el volumen del intercambio y más se agitaban los movimientos. Pronto todo era una melé confusa. Las palabras dejaron de entenderse y se hicieron ruido. Los primeros gestos de disgusto pronto se convirtieron en un torbellino de brazos y manos. En un punto, no podía saberse quién era quién, tanto se mezclaron sus manoteos. Carlo seguía viéndolo como si esperara algo de él.

Todo acabó tan rápido como empezó. Vio a una de ellas de espaldas, alejándose, mientras la otra se acercaba hacia él con paso firme. El perro blanco trotaba a su lado, la correa balanceándose con suavidad.

–¿Ya ves? Te lo decía, la vecina de arriba es una bruja que no entiende razones. Vámonos. No sé qué problema hay con podar un árbol. Al menos no para ponerse así. Además, solo fueron unas cuantas ramas. Ni siquiera se llenó una bolsa de basura. Pero ya verán, esto no se queda así; los demandaré. Ahora sí los obligaré a arreglar la gotera que cae de su departamento. Ya le dije a la casera. ¿Y a ti qué te pasa que pareces dormido? ¡Despiértate, que Carlo te quiere a ti?

–Claro, vamos –respondió él, casi sin pensar. Miró hacia atrás y vio a la niña sentada en la jardinera. ¿Ana? Lo observaba con ojos grandes y expectantes. Él quiso decirle algo, algo importante, pero no recordó qué y las palabras no llegaron. Sólo atinó a despedirse de la pequeña con un gesto amable, jalado por el perro que tiraba de la correa. Sacudió el polvo de su pantalón con las manos, acarició al animal y contestó: “Yo no sé por qué tanto lío por ese árbol, ni para qué lo cortamos. Pero bueno, ahora te alcanzo. Termino de pasear a Carlo y subo”.

El perro tiró con suavidad de la correa y los dos emprendieron el camino, alejándose del murmullo del edificio. La calle estaba tranquila, limpia, como si el torbellino hubiera barrido el ruido, dejando solo la brisa tibia y el crujido lejano de una rama podada. Se dio cuenta de que no sabía a dónde debía ir, pero recordó que la gotera en el techo necesitaba atención. ‘Al menos tengo un rato para pasear al perro’, pensó mientras Carlo seguía adelante, como si supiera exactamente hacia dónde dirigirse.