Las luces de la calle morían sobre el pavimento mojado. Odio las tardes que parecen sacadas de una película de misterio, y esta era una de esas. Aburrido, iba por la segunda copa cuando el teléfono sonó como un disparo en la pequeña habitación que yo llamaba mi oficina. Tiré el vaso medio lleno sobre el escritorio, maldiciendo, y levanté el auricular al segundo timbrazo, más por callar la molestia que por atender a quien fuera que llamaba. El trabajo había estado flojo últimamente —me encontraba “entre casos”, como decían los optimistas—, y a esas horas no esperaba saber de nadie.
—¿El señor Garay?
Me aflojé la corbata, esperando lo peor. El calor, el tedio y la falta de dinero son una mezcla peligrosa para la paciencia.
—Sí, soy yo.
—Le habla Aline, la asistente del señor Torres. Me pidió que lo contactara para ponerlo en antecedentes sobre un asunto delicado. Le hubiera gustado hablar en persona, pero, desafortunadamente, está ocupado en este momento.
Recordaba muy bien a la muchacha. Una joven de buen ver, no demasiado alta y con unos hermosos ojos claros, aunque algo en ellos dejaba ver un brillo frío en el fondo. Bastaba cruzar la mirada un par de segundos con ella para entender que era, ¿cómo decirlo?, demasiado eficiente. Desafortunadamente. Aunque, si no hubiera sido la asistente personal de Torres, tal vez me habría mostrado más dispuesto a ayudarla a olvidar un poco sus ocupaciones.
—¿En qué puedo ayudarla, Aline?
—Se trata de su último trabajo. El caso del robo de las joyas. Sí, ese mismo. El señor Torres piensa que quedaron muchos cabos sueltos, y le preocupa que la cosa no termine bien, ¿sabe usted? Hay demasiados intereses en juego y muy poco margen para errores. En pocas palabras, la cosa no pinta bien.
No era la primera vez que recibía una llamada así. Ya antes había tenido fricciones con el tal Torres, y no pensaba permitir que volviera a entrometer su nariz —junto con esas cejas de villano de opereta— en la forma en que resolvía mis casos. Es increíble esta gente que cree que el dinero les da derecho a todo. Respondí sin rodeos:
—Lamento que tenga que ser usted la mensajera, Aline, pero tengo noticias que serán una sorpresa para su jefe: dígale de mi parte que las cosas no siempre salen como uno quiere, y a veces hay que improvisar para que funcionen. Para mí, el asunto se resolvió de manera impecable. Se acabó.
No pude evitar sonreír ante mi propia ironía. Me recosté en la silla, lancé una bocanada de humo que se desdibujó hacia el techo y dejé que las palabras flotaran en el aire un momento.
—¡Pero si era un simple robo! ¿De dónde salió el cadáver? Debía ser un trabajo limpio, sin sangre, como se le indicó más de una vez. ¡Entienda que no puede quedar así! El señor Torres está preocupado. Muy preocupado.
—Pues así se quedará. Si digo que hubo un asesinato, es porque lo hubo. Y no insista: no vamos a llegar a ningún lado.
—No, señor Garay. No tiene por qué quedar así. Quizá logre convencer a mi jefe de que el caso está cerrado, pero yo no estoy tan segura. Lo esperamos el miércoles, por la mañana. Recuerde que aún le quedan pagos por recibir, así que esperamos una solución más… apropiada para entonces.
—Entendido. Buenas tardes.
Colgué con rabia. No sabía qué me irritaba más: la arrogancia del hombrecillo diciéndome cómo hacer mi trabajo, o el tono insolente de la joven. En el fondo, creo que lo que más me molestó fue haberle colgado a una mujer que, pese a todo, me hacía voltear a verla dos veces.
Apagué la rabia con un trago, encendí la computadora y apoyé los dedos en el teclado. No había opción: el cadáver debía desaparecer. De mala gana, casi golpeando las teclas, escribí:
“NOTA: Revisar lo del asesinato del guardia. Hay que borrarlo. El crimen central tiene que ser el robo de las joyas. El cuento debe quedar terminado para la semana entrante. A más tardar el miércoles por la mañana”.
De verdad, qué gente: te contratan, no te pagan lo que deben, pero creen que pueden reescribirte la vida. Así no se puede. No, no lo haría. Maldita sea. Y maldita sea dos veces, porque Aline tenía razón. Las cuentas no se pagan solas. Negarme no era opción. No si quería seguir pagando el alquiler.
Miré la pantalla: el cursor parpadeaba, esperando mi próxima mentira. Volví a la nota y escribí:
“NOTA FINAL: Buscar un editor que entienda de crímenes de verdad. De esos que no se resuelven en tres cuartillas, ni empiezan limpios, ni terminan felices. ¡Como si el mundo real fuera así!”
Cerré la computadora de un golpe. La tarde agonizaba, y la habitación comenzaba a quedar en penumbras. Afuera, la noche caía sobre la ciudad, cubriendo sus calles tristes con un manto de aire fresco.
Me serví otro vaso, miré la botella casi vacía y sonreí sin ganas. El ventilador giraba sin convicción, empujando el aire caliente de un lado a otro. Pero no, no era el calor. Tampoco la falta de dinero. Era seguir atado a la rutina de siempre: vender mentiras envueltas en papel brillante. El mundo no quería justicia. Solo quería historias que lo distrajeran.
Cerré las cortinas de un manotazo y me dejé caer en la silla, dejando volar en mi imaginación los hermosos ojos de Aline. Total, mañana sería otro día para contar una mentira más.