Somos superiores. Somos el pueblo elegido. Somos la raza cósmica. Nuestra cultura es más avanzada. Mis creencias son las verdaderas. Ustedes son solo bárbaros. Son chichimecas. Son “gentiles”. Son herejes. Están atrasados. Son inferiores.

No hay nada más propio de la naturaleza humana que preguntarse quienes somos, de dónde venimos; tratarse de identificar, de definir, de comprenderse a uno mismo y a los que nos rodean. Este será un tema siempre abierto en los campos de la psicología, la sociología y, muy particularmente, de la antropología social. Este interminable afán por reconocerse a sí mismo se extiende desde la persona (yo soy yo) hacia la familia (somos los Pérez) y continúa creciendo en círculos más incluyentes hacia la comunidad, el país, el continente y el planeta. Si en algo hay que hacer hincapié al hablar del etnocentrismo es en su humanidad inherente. Todos pertenecemos a una raza, a una cultura o a un pueblo. También es normal reconocer que la propia identidad es la que da pie a la diferencia. Yo y el otro. Nosotros y ustedes. Si soy mexicano, entonces no soy brasileño.

Sin embargo, los círculos entre categorías no son estrictamente concéntricos ni el llamado etnocentrismo es definitivo ni definitorio. Soy mexicano, pero también cristiano, de piel morena, de habla castellana, de ascendencia indígena, de cultura occidental, de estatura normal, de preferencias heterosexuales, de estatus socioeconómico alto o bajo, de ideas políticas de derecha o de izquierda. Cada una de estas condiciones es una clasificación con la que alguien se puede identificar, entre muchas otras. En este sentido, en un mundo constantemente más interconectado como en el que hoy vivimos, el término “etnia” es cada día más difícil de definir y, con ello, hablar de etnocentrismo en el momento actual es entrar en un terreno resbaloso, pues en éĺ se yuxtaponen categorías que van más allá de la similitud genética, la comunidad e inclusive la cultura en un escenario es siempre cambiante.

Hace dos mil años, Europa no era Europa y los que ahora son europeos eran entonces helvecios, latinos, alanos, galos, iberos. Lo que ahora conocemos como griegos, fueron aqueos, corintios, tesalios, tebanos, macedonios y tantas otras tribus y pueblos al interior de estas comunidades. Sin embargo, hoy parece que hay algo que aglutina a todas estas identidades, que se han ido diluyendo. La “identidad europea” es una forma relativamente moderna de etnocentrismo que une a pueblos que estuvieron alguna vez aislados, y lo hace bajo el paraguas de una mitología forjada a lo largo del tiempo, y que los define como blancos, civilizados, cristianizados y con una historia “común” en el continente, aunque esto no sea siempre cierto.

Por si fuera poco, el eurocentrismo se ha extendido por el mundo con una expansión colonial sin precedentes hasta engullir en esta mitología a muchas otras naciones. En su “ethos”, los Estados Unidos son una cultura “europea”, sin importar que su composición sea el resultado de una mezcla de pueblos y razas sin igual en la historia de la humanidad. A miles de kilómetros de distancia de ellos, Australia también es “europea”, a pesar de la existencia de pueblos originarios a los que simplemente ha segregado. A nosotros mismos se nos convence de ser parte de una civilización “occidental” (un eufemismo que se utiliza como mal sustituto de lo meramente eurocéntrico), de que Grecia es la cuna de la cultura y que los mapas se dibujan siempre poniendo a Europa al centro, no importa si con esto se distorsiona el tamaño y la forma del resto de la Tierra. De manera a veces sutil y a veces no tanto, con el acercamiento a lo “europeo” hemos asimilado de algún modo que esto es lo civilizado, lo moderno y lo superior.

Europa no es el único ejemplo, pues hay muchísimos otros a lo largo de la historia, en cada frontera y en cada sociedad. Un caso paradigmático en el que se funden genética, origen y cultura, una combinación que potencia el etnocentrismo, es el llamado “pueblo judío”. Es cierto que, a dos mil años de la diáspora, es difícil identificar en los que se dicen judíos una raza pura de orígenes levantinos y que en ocasiones es virtualmente imposible distinguir a un judío de un polaco, lo que se refleja ahora en un racismo paradójico dentro de la misma comunidad hacia la piel menos blanca del judío original, tema en el que no entraremos ahora. Sin embargo, en la “cultura” judía prevalece con fuerza el concepto de pueblo elegido y, por extensión, el contraste con el resto de los humanos, a quienes llaman con desprecio “gentiles” (“goy” o “goyim” en plural). La propia Torá marca estas diferencias e incluso distingue entre los tipos de “goy”. Con algunos la división fue tajante, pues los moabitas no podían de ninguna manera ser admitidos en la congregación del Señor, mientras que con otros era posible hacer excepciones, como con los edomitas y los egipcios, si se convertían al judaísmo. En cualquier caso, ser judío es ser diferente, es ser parte del pueblo elegido de Dios. Esto facilitó y normalizó en su conciencia la aniquilación sistemática de otras culturas. La Biblia hebrea nos recuerda con orgullo criminal la historia de Jericó, una de las ciudades más antiguas del mundo, y el exterminio del pueblo cananeo, simplemente porque eran distintos y habitaban en la tierra que alguien dijo a Moisés que el Altísimo les había prometido. Miles de años después, entre los estudiosos del tema aún se discute y se intenta matizar el alcance ofensivo de la expresión “Goy”, aunque aún en el contexto moderno es indudable que lo es: hay cosas que solo son propias de gentiles y están por debajo de cualquier judío que se respete. En los tiempos modernos, la fundación del “Estado judío” representa la manifestación más reciente de una colonización ilegal y cruel por parte de un pueblo europeo a través de la destitución violenta, la expulsión, la segregación y la deshumanización de las poblaciones nativas, una verdadera limpieza étnica del territorio respaldada por un “mandato divino” contra el pueblo palestino.

Así, aunque el reconocimiento de la propia identidad es un fenómeno social normal, es evidente que es un concepto difuso y, para colmo, es causa de graves expresiones de odio y, en no pocas ocasiones, de violencia extrema. El KKK y la supremacía blanca. Las SS y el Irgún. Gengis Khán y Tamerlán el terrible. Las guerras de exterminio entre tutsis y hutus, la diáspora africana, los ataques a armenios, kurdos, bosnios, timorenses, polacos, judíos, palestinos, indios americanos, mayas y yaquis. La lista es lamentablemente extensa, casi interminable, a lo largo de la historia y es un ejemplo monstruoso de los extremos a los que puede llegar.

¿Quiere esto decir que el etnocentrismo es malo? No necesariamente. Como muchas otras cosas, el concepto no es malo en sí mismo. Aunque muchos autores tienden a darle una connotación negativa, el etnocentrismo no es sinónimo de violencia y no hay razón para que sus efectos deban llegar al exterminio de “el otro”. Tampoco tiene que ser cierto que debamos estar al pendiente de la invasión de los “bárbaros” que vendrán en cualquier momento a robar a nuestras mujeres y comerse a nuestros hijos. La violencia en todas su presentaciones es el enemigo a vencer, pero no puede haber duda de que una buena dosis de identidad es positiva, siempre que promueve la autoestima y hace perdurar un sano grado de diversidad. De otra manera, hace tiempo que habrían dejado de existir muchas tradiciones y conocimientos que perviven en el seno de las comunidades. Negar la propia identidad nunca puede ser bueno. De hecho, se han dado casos muy tristes en los que el etnocentrismo llega a funcionar en sentido contrario (xenocentrismo), cuando los pueblos creen, o se les hace creer, que son inferiores a otros en sus costumbres y características. Al respecto, lo único que se puede decir es que despreciarse a sí misma nunca puede ser útil para una sociedad que intente florecer.

Hoy que el mundo ha entrado en un proceso de globalización acelerado, muchas particularidades “étnicas” se han perdido a un paso vertiginoso. La mezcla racial es cada vez más lo normal. Además, a diario escuchamos de idiomas que ya no se practican, de costumbres, rituales, medicinas, filosofías y expresiones artísticas que ya no existen o se consideran arcaicas e inservibles. Con cada una de ellas, muere simbólicamente una cultura. Todavía hoy, debido a una violencia que no termina, la muerte de las culturas llega a ser menos simbólica y más real.

Mientras por un lado parecería que el hombre se acerca a una cultura única, por el otro somos testigos del resurgimiento de nacionalismos a ultranza y supremacías artificiales, de fronteras desbordadas por migraciones masivas y forzadas, de “expresiones culturales” vulgares y degradantes que toman el lugar de las existentes. Ante todo esto, debería quedar claro que esta cultura “universal”, si ha de existir, tiene que referirse necesariamente al respeto a la diversidad, a la diferencia y al otro, así como de reconocimiento de la propia identidad. Solo así podrá sobrevivir lo que llamamos, en un sentido incluyente y englobador, la “humanidad”.