Esta vez fuiste tú quien llamó a la policía, a gritos por la ventana. Mientras lo hacías, seguramente te asaltaron los recuerdos de cuando los más famosos detectives venían hasta tu puerta para rogar por tu ayuda en los casos más difíciles. Uno tras otro, cada crimen y su solución fueron forjando tu fama inmortal. Luego vinieron las legiones de admiradores que la esparcieron con reverencia por todo el orbe.
Aquí estás ahora, solo en tu habitación, rodeado de pilas de trofeos viejos, tirados con desdén entre las sillas y la estantería. En el escritorio, la insignia que te otorgó la reina brilla bajo una capa de polvo. Más allá, el diamante Brillo de Luna, regalo de aquel marajá del Indostán, yace olvidado junto a una montaña de cartas amarillentas. Son cientos de objetos ajados e historias que no tienen sentido ya, pues pronto llegará tu final. En el pasillo, justo detrás de esa puerta, está la muerte y ante ella no hay riqueza ni gloria. Solo aguanta un poco más.
En otros tiempos lo habrías previsto todo y evitado lo que vino después. Tuvo que ser alguien que conocía bien tus hábitos y tenía acceso a tu vida. Alguien que sabía el valor que tiene para ti el revólver que te regaló tu gran amigo Watson antes de morir. Durante toda tu carrera despreciaste de los detectives que resolvían casos fáciles, esos en los que el culpable resultaba siempre demasiado obvio. Ahora, en tu último acto, el más obvio de todos es tu enemigo, y lo ha hecho en tu misma cara. ¡Qué ironía! Sí, fue él; de eso estás seguro ahora. Ahora puedes gritarlo: ‘¡Fue el mayordomo!’. Tres palabras que rebotan en tu mente como un mantra, una y otra vez. Si tan solo hubiera alguien que te escuchara.
El colmo fue ver a ese hombre, parado frente a tu puerta, así, como si nada, charlando con la señora Hudson después de cometer sus fechorías. ¿Estarían tramando juntos en contra tuya o fue solo otro truco de tu mente cansada? ¿Acaso solo se apareció para mortificarte con la burla, como una venganza cruel por una ofensa que no logras recordar? Es un descarado, regresando a la escena del crimen como si ignorara que tú, el detective más grande de todos los tiempos, ya deberías haberlo desenmascarado.
Como quiera que haya sido, fue un grave error no anticipar la violencia de su respuesta. Cuando finalmente te diste cuenta de que metía la mano al bolsillo para sacar algo era casi demasiado tarde y solo ese brinco que diste, como impulsado por un resorte, te permitió escapar a tiempo. Hiciste bien; no bien cerraste la puerta, a tus espaldas comenzaron los gritos y los golpes.
¿Era eso un cuchillo que brillaba en su mano? Cierto, ya no puedes estar seguro. Tu mente, que antaño desentrañaba misterios con precisión quirúrgica, ahora parece un espejo roto que solo muestra fragmentos de verdad. No queda más que esperar que la puerta no ceda. Con un poco de suerte, la gruesa lámina de roble que te separa del horror soportará los embates de ese energúmeno que la azota una y otra vez con puños y pies, y quizás hasta con algún arma improvisada, tratando de derrumbarla.
No pierdas la fe. Es solo cuestión de esperar a que llegue la ayuda. Porque de seguro llegará, bien pertrechada y lista para restaurar el orden. Lo sientes dentro de ti. Lo sabes. La justicia siempre triunfa. Mientras tanto, estás a salvo aquí, en tu viejo cuarto. Estarás bien, aunque debes tranquilizarte. Es demasiado evidente que lo que está allá afuera te tiene nervioso. Y hay razones para ello: apenas a unos pasos está la muerte y esos gritos que no cesan, que se suceden unos a otros, implacables. Todo retumba. Lo peor es esa terrible sensación de vulnerabilidad, completamente nueva para ti. ¿Y si la puerta no soporta el castigo y abre el paso a ese animal? ¿Será este tu final? ¿Terminará así tu ilustre carrera? Nada sería más triste que acabar así, muerto por un vil lacayo.
¡Por fin! Ahí está la sirena que se acerca. Aguanta solo un poco más. Ya se oyen las voces y el estrépito de una rápida carrera en las escaleras. ¡La policía ha llegado! Escucha, la llamada a la puerta es ahora más suave. Te has salvado.
—Abra la puerta, señor Holmes.
Temeroso, alcanzas a contestar:
—¿Ya acabó? ¿Ya lo tienen?
—Sí, sí, ya puede abrir.
—¿Está seguro? Qué bueno que están aquí. Un segundo por favor.
¿Quiénes son esos dos hombres vestidos de blanco que te observan con una familiaridad inquietante? Parece que los recuerdas, que antes has visto esos rostros. ¿Y qué hay de esa otra persona menuda que no se alcanza a distinguir bien, agazapada unos pasos detrás de ellos? Solo se pueden ver sus zapatos bien lustrados y la raya del pantalón de un traje gris rigurosamente planchado. Sí, es él, ¡es el mayordomo! Te preguntas cómo es posible que siga aquí, mientras los hombres de blanco repiten con una calma sorprendente:
—Salga ya, señor. Estamos aquí para cuidar de usted. Todo está bien.
Han llegado. Con ellos estarás a salvo de ese hombre que manotea alterado con un papel en la mano, gritando palabras que no llegas a entender. Sí, los conoces; ellos han estado aquí antes. Desde la bruma en tu memoria emerge despacio el recuerdo al escucharlos decir:
—Es la tercera vez este mes, señor Holmes. ¿El mayordomo otra vez, señor Holmes? Claro que sí. Vamos, nosotros nos encargaremos. Acompáñenos.
Todo estará bien. Ahora lo sabes mientras caminas con ellos hacia el carruaje. Curioso que esta vez llegaran en una ambulancia y no en un carruaje… Pero en la prisa por salvarte, uno entiende. Te ayudan a subir y, una vez dentro, en la seguridad que te ofrece el vehículo, la neblina de tu mente comienza a dispersarse. Todo cobra sentido. Ahora entiendes lo que dice el hombrecillo:
—Señores, señores, les digo que soy abogado. Represento a la casera de este hombre y lo vengo a desahuciar. O paga lo que debe o se va a la calle inmediatamente. ¡Ni un día más! ¿Pero no me oyen? ¡Deténganse un momento! ¿Me va a pagar hoy, señor Holmes?
Sí, todo estará bien. Es una tarde hermosa para pasear en carruaje por Londres.
En silencio, el mayordomo lo observaba desde la banqueta, con los brazos cruzados.