Las luces en la calle brillaban moribundas sobre el pavimento húmedo y negro, desdibujadas por la lluvia que caía sin tregua. Odio las noches que parecen salidas de una película de misterio, y esta en particular era de las que te hacen desear quedarte bajo techo, con la botella abierta y las puertas bien cerradas.

Aburrido, iba por la segunda copa y a la mitad del tercer cigarro cuando el teléfono sonó como un disparo en la diminuta habitación a la que yo llamaba “mi oficina” y en la que, de cuando en cuando, aparecía algún cliente. Me arrancó del sopor. Estaba hipnotizado viendo la lluvia resbalar por la ventana. Pasado el sobresalto, tiré el vaso medio lleno sobre el escritorio, maldiciendo, y decidí dejarlo sonar. Cualquiera que llamara a esa hora colgaría pronto. Los días habían estado flojos y yo no tenía casos pendientes ni andaba de humor para estupideces. Pero hay llamadas necias, que no te sueltan. Después de seis o siete timbrazos, ya de malas, contesté.

—Habla Garay —dije, con la voz más áspera de lo que me habría gustado.

Me aflojé la corbata, esperando lo peor. El calor, el tedio y la falta de dinero son una mezcla peligrosa para la paciencia.

—Le habla Aline, la asistente del señor Torres. Él me pidió que me comunicara con usted para ponerlo en antecedente sobre un tema muy delicado. Le hubiera gustado hablar personalmente, pero, desafortunadamente, está ocupado en este momento.

Recordaba muy bien a la muchacha. Una joven de buen ver, no demasiado alta y con unos hermosos ojos claros, aunque algo en ellos dejaba ver un brillo frío en el fondo. Bastaba cruzar la mirada un par de segundos con ella para entender que era, ¿cómo decirlo?, demasiado eficiente. Desafortunadamente. Aunque, si no hubiera sido la asistente personal de Torres, tal vez me habría mostrado más dispuesto a ayudarla a olvidar un poco sus ocupaciones.

—¿En qué puedo ayudarla, Aline?

—Se trata de su último trabajo, el caso del robo de las joyas. Sí, precisamente ese. El señor Torres piensa que quedaron muchos cabos sueltos y le preocupa que la cosa no termine bien, ¿sabe usted? Hay demasiados intereses en juego y muy poco margen para errores. En pocas palabras, el asunto no va por buen camino.

No era la primera vez que recibía una llamada así. Ya antes había tenido fricciones con el tal Torres, y de ninguna manera iba a permitir que entrometiera de nuevo su nariz —junto con sus _cejas de villano de opereta_​— en este nuevo intento de decidir por mí cómo tenía que resolver los casos. Es increíble esta gente que piensa que con su dinero puede cambiarlo todo.

—Siento mucho que sea usted la intermediaria del mensaje, Aline. Pero dígale algo de mi parte a su jefe: las cosas no siempre salen como uno quiere, y a veces hay que improvisar para que funcionen. Para mí, el asunto se resolvió de manera impecable. Se acabó.

No pude evitar sonreír. Me recosté en la silla, lancé una bocanada de humo que se desdibujó hacia el techo y dejé que las palabras flotaran en el aire un momento.

—¡Pero nadie sabe de dónde salió el asesinato cuando se trataba de un simple robo! ¡Entienda que no puede quedar así! Debía ser un trabajo limpio, sin sangre, como se le indicó varias veces. El señor Torres está preocupado. Muy preocupado.

—Pues así se quedará. Si digo que fue un asesinato, es porque lo fue, y no insista, que no llegaremos a ningún lado.

—No, señor Garay, no tiene que quedar así. Quizá pueda usted convencer a mi jefe de que el caso está cerrado, pero yo no estaría tan segura. Lo esperamos aquí el miércoles. Por la mañana. Recuerde que aún le quedan pagos por recibir, así que ojalá tenga usted una solución más apropiada para entonces.

—Entendido. Buenas tardes.

Colgué con enojo. No sabía qué era más irritante: la arrogancia del hombrecillo ese diciéndome cómo hacer mi trabajo o el tono irrespetuoso de la joven. En el fondo, creo que lo que resentí más fue haberle colgado el teléfono a una mujer tan atractiva.

Apagué la rabia con un trago, encendí la computadora y dejé los dedos sobre el teclado. No había opción: el cadáver debía desaparecer. De mala gana, casi golpeando las teclas, empecé a escribir:

NOTA: Revisar lo del asesinato del guardia. Hay que borrarlo. Todo debe hacerse "limpiamente". El crimen central debe ser el robo y el cuento debe quedar terminado para la semana entrante. A más tardar el miércoles temprano.

De verdad, qué gente: te contratan, no te liquidan lo que deben, pero creen que pueden reescribirte la vida. Así no se puede. No, no lo haría, maldita sea. Y maldita sea dos veces, porque Aline tenía razón. Las cuentas no se pagan solas. Negarme no era opción. No si quería seguir pagando el alquiler.

Miré la pantalla donde el cursor parpadeaba, esperando mi próxima mentira. Volví a la nota y escribí:

NOTA FINAL: Buscar un editor que entienda de crímenes de verdad, de esos que no se plantean, investigan y resuelven en tres cuartillas; y encima, “limpiamente” y con final feliz. ¡Como si el mundo real fuera así!

Cerré la computadora de un golpe; la tarde agonizaba y la habitación comenzaba a quedar en penumbras. Afuera, la noche caía sobre la ciudad, cubriendo sus calles tristes con un manto de aire fresco.

Me serví otro vaso, miré la botella casi vacía y sonreí sin ganas. El ventilador giraba aburrido, empujando el aire caliente de un lado al otro. No, no era el calor. Tampoco era la falta de dinero. Era el negocio de siempre: vender mentiras envueltas en papel brillante. El mundo no quería justicia. Solo quería historias que lo divirtieran.

Cerré las cortinas de un manotazo y me arrellané en la silla, dejando volar en mi imaginación los hermosos ojos de Aline. Total, mañana sería otro día para contar una mentira más.