Es difícil encontrar, en el contexto cultural contemporáneo, a un intelectual del calibre del profesor J.A. Su imaginación sin límites, un conocimiento íntimo de las cosas del hombre y su dominio magistral de la lengua lo han vestido con los ropajes esenciales de un gran literato y, no menos importante, con los atributos propios de un sofisticado crítico. A través de sus consideraciones y comentarios sobre los autores más reconocidos de las últimas décadas, se confirma una conciencia estética rigurosa. Más de uno de quienes han sentido el aguijón de su opinión ha optado por alejarse del oficio en busca de actividades donde no pudiese hacer más daño.

Como escritor, J.A. dedica largas horas a sus obras. Ayer mismo, nuestro bardo dio inicio a lo que sería su magnum opus. Después de meses de preparación, había dado con un tema digno de su genio. No fueron en vano las largas reflexiones: en ese tiempo diseñó con pericia el andamiaje de su novela, cinceló personajes, localizó los puntos climáticos de la trama que mantendrían a sus lectores al filo de la butaca y dejaría verdes de envidia a sus innumerables críticos.

El día tan esperado finalmente llegó de llevar al papel el primer párrafo. Siempre enemigo de los teclados, escribió a mano, con letra menuda y clara:

Luego que la inmortal Aurora apuntara al proscenio con sus dedos de rosa, el refulgente Aetón prologó el cortejo, para que el altivo vástago de Hiperión inflamara puntual la celestial esfera y, con su ardiente aureola, al orto renacer hiciera, trayendo al mundo su inefable gloria.

Aquí se detuvo, satisfecho. Quedaba mucho por delante, pero decidió examinar lo escrito con la atención que merecía. No por inseguridad, claro —un genio como él no se inquieta por pequeñeces—, sino por respeto a la literatura. Además, si es verdad que en todo momento es importante dar con un buen inicio para una obra, en este caso lo era aún más, cuando no había duda de que cientos de ojos críticos la leerían y no escatimarían comentarios.

J.A. leyó en voz baja, saboreando cada sílaba. Sintió que su piel se erizaba, igual que durante aquel atardecer que pasó frente al Partenón o como si hubiera detectado una tilde fuera de lugar en el nuevo libro de un candidato al Nobel. Ahí estaban las referencias clásicas de rigor, las palabras exactas, la simbología precisa; nada que ver con ese entretenimiento complaciente de hoy que algunos se atreven a llamar “literatura”. En un arranque de emoción, incluso consideró escribir toda la obra en hexámetros dactílicos, como hizo el autor de La Odisea, hasta que una voz sensata (probablemente no la suya) lo convenció de tener un gesto de indulgencia con sus lectores.

De cualquier modo, así no estaba mal. Él mismo se maravilló ante la imagen del dios Sol cruzando por el cielo en su carruaje y dando inicio a un nuevo amanecer. Sin duda —pensó— este era un digno homenaje al aedo ciego y, al mismo tiempo, un guiño cómplice al más puro barroquismo del Siglo de Oro español. Nada mal.

Aunque… ¿“proscenio”?. Esa palabra lo hizo fruncir el ceño. Pensó en sustituirla por “telón”, más teatral, más visual, pero de inmediato imaginó a la pobre Aurora enredada entre cortinas, mientras intentaba abrirlas con solo un par de dedos. No tenía sentido, ni siquiera tratándose de una diosa. Mejor prescindir del proscenio, del telón y, ya puestos en eso, de la propia Aurora. Era un paso osado, sí, pero con ello atajaba la cacofonía entre “Aurora” y “aureola”, que ya comenzaba a incomodarlo. Con un solo dios bastaba. La economía de palabras también era arte.

Dio un trago al coñac de una primorosa copa de globo que tenía a la mano. Estaba decidido: fuera el telón y la diosa. Quedaría un solo dios… y, sí, también un solo caballo. Aetón bastaba para representar a la cuadriga completa. Una sinécdoque majestuosa. Solo descontaría el adjetivo, pues cayó en la cuenta de que Aetón significaba “resplandeciente”, “fulgurante”, y no tenía sentido calificarlo de “refulgente”. Cualquiera que supiera lo mínimo del griego y mitología del Ática se daría cuenta del pleonasmo. Y quien no lo supiera, simplemente no merecería leer su novela. Sería Aetón, a secas.

Avanzaba a toda velocidad. Quitaba y añadía. A ratos se detenía a reflexionar en lo que pensaría su lector. ¿Entendería que “esfera” aludía a la bóveda celeste y no a esferas navideñas? Y “orto”… dudoso que la juventud moderna todavía conociera este hermoso término. Qué rabia que la educación se encontrara en ese estado tan lamentable. Claro, la televisión y el reguetón habían hecho su trabajo.

Cayó la noche y J.A. seguía aferrado al párrafo, inmerso en su ritual de perfección. Escribía, tachaba, cambiaba, volvía al original. Ni una coma salió ilesa. En el camino se repetía con firmeza que sus críticos no tendrían oportunidad de encontrar un solo punto débil. Persistiría hasta el fin, sin miedo al éxito.

De pronto, algo que leyó lo sobresaltó. ¿En verdad había escrito “trayendo”? Casi dejó caer la copa. ¡Un gerundio! En efecto, ahí estaba, y en el primer párrafo. ¡En su prosa! Lo miró horrorizado y no pudo dejar de pensar que el Código Penal debería proscribir estas vulgaridades estilísticas con la severidad de un delito mayor. Afortunadamente, lo notó a tiempo.

Para calmarse, aspiró despacio el olor de la lavanda que perfumaba su cuarto y, un instante después, reinició infatigable hasta que, entrada la madrugada, su perseverancia rindió frutos y la frase quedó así:

Amanecía.

Una palabra sola. Sólida y elocuente. Poderosa e irrefutable. Un inicio limpio y puro, como merecía su novela. Aunque… probablemente no tenía que quedar solo así; tal vez podría aprovechar para dar al lector un poco más de contexto y ayudarlo a fijar la atención. De una vez lo podría ubicar en el lugar:

Amanecía en Metepec.

Ciertamente no era un comienzo tan elevado como el original, pero sí directo y con una promesa de continuación. Sonrió y dio otro sorbo al coñac. Giró la estilográfica entre los dedos, mientras lo leía otra vez. No, esto no bastaba. Un buen inicio es la mitad de la obra, y ningún lector se dejaría atrapar por el amanecer en una ciudad de neblinas industriales y estética de suburbio.

Suspiró hondo, sabedor de que no era suficiente la chispa de grandeza si no se pagaba con el esfuerzo que lleva a la perfección. Arrugó la hoja y la lanzó al cesto, que ya se rendía y no aceptaba más pelotas de papel. Pero él no iba a amilanarse. Comenzaría de nuevo tantas veces como hicieran falta, aunque el público tuviese que esperar un poco más para conocer su gran opera prima.

Era tarde y su cuerpo se lo reclamaba, así que guardó la pluma en su estuche, cerró el cuaderno con solemnidad y se recostó en el sillón, agotado pero digno.

El mundo nunca lo sabría, pero aquella noche perdió el inicio más épico jamás escrito. Todo por culpa de un amanecer en Metepec.