En una esquina de la calle de Moneda, hasta hace unos años sobrevivía El Nivel, una vieja cantina que ya entonces había visto pasar sus mejores tiempos. Aunque nunca fue elegante, se enorgullecía de ser la más antigua de la capital mexicana y haber visto desfilar por sus puertas a una larga fila de personajes famosos, junto al mismo camino que recorrieron los verdaderos conquistadores en el espacio que hay entre el Templo Mayor y el Palacio Nacional, en el corazón de la gran Tenochtitlán.
Estaba yo en este pequeño oasis un jueves por la tarde, aislado del ajetreo de la ciudad, cuando escuché una plática que llegaba desde una mesa cerca del rincón. Como estaba solo y no tenía mucho más en qué entretenerme, comencé a poner atención. En realidad, solo era uno el que hablaba. Se trataba de un hombre de baja estatura y barba tupida. Su tez debió haber sido muy blanca, pero se veía bronceado, como quien ha pasado largas temporadas bajo el sol, e iba vestido con un traje rigurosamente negro, de un corte antiguo que le cerraba hasta el cuello a pesar del calor.
Sentado frente a él estaba un personaje aún más extraño, si eso es posible. Tenía rasgos indios e iba medio desnudo; un gran penacho de plumas descansaba en una silla junto a él. Seguramente se trataba de uno de esos bailarines que se pueden encontrar en la plaza a cualquier hora, tocando el teponastle, quemando copal o haciendo “limpias” con ramas de pirul. Las cosas alrededor de la plaza del Zócalo mexicano pueden llegar a ser muy raras.
Con la mirada nublada por el alcohol y fija en el vaso frente a él, el danzante parecía ignorar el relato de su interlocutor, que iba más o menos así:
Como le decía, amigo, me gusta venir a este lugar para recordar qué amargas son las cosas que nos pasan cuando hay una mujer que paga mal. Cuando uno es joven, está muy ocupado; siempre con prisa por comerse al mundo. No hay tiempo para entender el momento. Solo cuando se llega a cierta edad puede uno detenerse y voltear atrás. Como ahora.
Entonces vivíamos cerca de este lugar, a unos pasos de aquí. La ciudad era muy distinta en aquel tiempo. Tenía el encanto de lo diferente, de lo exótico. Ahora todo se ve viejo y demasiado grande y apretado, como cualquier ciudad en el mundo, solo que más sucia. Por acá vivió también nuestro hijo mestizo, Martín, pero esa es historia para otro día.
A ella la conocí cuando anduve por Veracruz. O quizá en Tabasco, ya no estoy tan seguro, pues fue en una población sin nombre, como otras en el camino. Eran otros tiempos; cuando pensábamos que veníamos a la conquista. Se habrá dado cuenta de que soy español y que tantos años en estas tierras no me han hecho perder del todo el acento. Acababa de llegar yo a estas nuevas tierras y viajaba de pueblo en pueblo, descubriéndolo todo por primera vez. Así me topé con la que luego hice mi mujer.
Al parecer, su padre había sido un hombre de medios, pero murió cuando ella era muy joven y su madre terminó ofreciéndola a cambio de algún dinero. Como sea, se imaginará que no estaba contenta, así que cargué con aquella casi niña y la traje conmigo.
No le voy a decir que fue amor a primera vista para ninguno de los dos. No está usted para saberlo, pero para entonces yo estaba casado y tenía obligaciones esperándome en Cuba, lo que hacía difícil formalizar la relación. Tampoco fui el primero para ella, pero no me importó. Marina —este era el nombre de mi amor mexicano— era atractiva. Con esas manos y pies pequeños que tenía, una cintura estrecha y piel morena, era muy diferente a las mujeres de mi tierra. Allá las hembras son más blancas y más anchas de caderas; en nada se parecen a estas indias diminutas, de pieles cobrizas y rasgos delicados que nos rompen el corazón a nosotros los extranjeros. Sí, era agradable a los ojos, y le fui tomando cariño con el tiempo.
Pero más que su belleza, lo que me acercó a ella fue su inteligencia. Ya ve usted cómo visten a una mujer la prudencia y la sensatez. Además, hablaba varias lenguas —¿sabe usted?—, lo que delataba su buena cuna y sus viajes. Desde entonces, ella y yo fuimos inseparables.
Sí, la extraño… la extraño mucho. Y me gusta pensar que me quiso. A su modo. Pero… ¿quién puede saber lo que vive en el corazón de una mujer? Por eso vengo a este lugar con frecuencia. Quizá porque me siento cerca de casa o tal vez porque me dan ganas de llorar. Como sea, me aparezco de vez en vez, aunque solo sea para escuchar esa canción que tocan ahora para mí. ¿La conoce? Escuche, escuche esta maravilla…
Me están sirviendo ya la del estribo,
ahorita ya no sé si tengo fe,
ahorita solamente ya les pido,
que toquen otra vez ‘La que se fue’.
Permítame un momento, voy a pedir otra bebida. Le he tomado cierta afición a su tequila y a veces peco de exceso. ¿Se le ofrece a usted algo? ¿No? Está bien, continúo.
Yo viajaba con frecuencia y Marina me acompañaba. En esas primeras campañas, su ayuda fue invaluable para hacerme entender con tantos extraños, pues conocía bien las costumbres de los lugares por los que pasamos. Pero todo eso fue antes de que el amor se secara. Me estoy adelantando; eso fue después. Aquí le haré otra confesión, caballero: en mis viajes, ella no era solamente mi intérprete y acompañante, era como un talismán, un amuleto que nos libró de problemas varias veces. Por ejemplo, aquella ocasión en Cholula: un asunto muy feo, que alguna vez le contaré.
No le diré que todo fue miel sobre hojuelas; al principio no fue fácil para ella y en momentos daba la sensación de que no disfrutaba estar conmigo. Pero con el tiempo comenzó a acompañarme con más ganas; tal vez porque eso le daba algo que hacer y la hacía sentir importante.
En este tiempo juntos tuvimos nuestras aventuras y alegrías, pero al final no estoy seguro de que me quisiera de verdad. Algo en su mirada me decía que estaba ahí por necesidad. Era de esas miradas que cargan ciertas mujeres, como de resignación, de estar con uno a la fuerza, porque no tienen más opción.
De todos modos, me gusta pensar que había amor, porque tuvimos un hijo juntos y algunas tardes me decía: “Hernán —porque así me llamo—, agradezco que estés conmigo”. Nunca supe cómo se sentía en realidad. Lo único cierto es que la vida nos separo y un mal día se la llevaron las viruelas en la flor de la edad. Me dejó solo en este mundo de salvajes.
Esto que le cuento fue hace ya muchos años y todavía duele. Hoy siento como si hubieran pasado siglos, pero la extraño igual. Y aquí estamos, viejos y sin nadie a nuestro lado.
Pero deme un momento, voy a pedir algo de comer y aprovecharé para decirle a los músicos que toquen otra vez esa canción que tanto me gusta. “La que se fue”, se llama. Siempre me hace llorar.
Ver juntos a este par en una cantina era como hacer un viaje al pasado, pero esa era la magia de El Nivel. Hasta entonces yo había tratado de ser discreto y no voltear a verlos, pero en ese momento lo hice. Tal vez algo de lo que dijo ese hombre me llamó la atención.
Para mi sorpresa, ahora solo había uno sentado en la mesa: el del penacho. El danzante seguía mirando su vaso. De pronto, alzó la vista y me miró directamente.
—Siempre vuelve a contar esa historia cuando suena esa canción— dijo, y volvió a bajar la mirada.
Del español, ni rastro. No lo sentí levantarse, y aunque yo estaba frente a la puerta del local, jamás lo vi salir. Fue como si simplemente se hubiera esfumado. Dejé en la mesa el dinero para pagar la cuenta y corrí a buscarlo, pero nada. La gran plaza del Zócalo se lo había tragado.
Me quedé ahí unos segundos y volví al lugar. El danzante seguía mirando fijamente su vaso y asentía, como si aún escuchara la voz. Yo también la escuchaba, muy dentro, como si resonara en estas piedras desde hace quinientos años. Pedí otra copa. Afuera la ciudad seguía rugiendo. Y dentro, resonaba una canción:
“…que toquen otra vez La que se fue”.